lunes, 27 de abril de 2009


1. Introducción



Virreinato del Perú, entidad político-administrativa establecida por España en 1542, durante su periodo colonial de dominio americano, que, en su máxima extensión, incluyó los actuales territorios de Colombia, Ecuador, Bolivia y Perú, así como los de Chile y Argentina, pero que, a lo largo del siglo XVIII, y hasta la independencia de esas zonas respecto del poder español, apenas comprendía poco más de lo que hoy en día es Perú.
2. Conquista y creación del virreinato
Con la entrada de los españoles en la ciudad de Cuzco en 1534, concluyó la conquista militar del Perú, llevada a cabo por Francisco Pizarro, y dio comienzo el desarrollo del asentamiento colonial en el área dominada hasta ese momento por el Imperio inca o Tahuantinsuyo que, a partir de 1542, entró a formar parte del virreinato de la Nueva Castilla, conocido más tarde como virreinato del Perú, y que estableció su capital en Lima, fundada en 1535. Su demarcación incluyó con el tiempo el espacio comprendido entre Panamá y Chile, de norte a sur, a excepción de la actual Venezuela, y, hacia el este, hasta Argentina, con la excepción de Brasil, que pertenecía al dominio portugués. El periodo transcurrido desde 1534 hasta 1544 estuvo presidido por los enfrentamientos entre los partidarios de Francisco Pizarro y Diego de Almagro, los dos socios que se habían unido en 1524, junto a Hernando de Luque, para llevar a cabo una expedición en busca de las tierras del Virú o Birú (Perú), de las que llegaban noticias que hablaban de la existencia de grandes riquezas. El nombramiento de Pizarro como primer gobernador y el desigual reparto de los beneficios en la concesión de tierras y títulos entre ambos socios fue una fuente permanente de luchas, conocidas como ‘guerras civiles’, que continuaron tras la ejecución de Almagro, derrotado en la batalla de las Salinas en 1538, y la de Pizarro, asesinado por los almagristas en 1541.
El reparto de las tierras y de los indios llevado a cabo entre los conquistadores por el sistema de las encomiendas, y la supresión legal de éstas con la promulgación de las Leyes Nuevas en 1542, mantuvo abierto el enfrentamiento con el poder real, representado por el segundo gobernador Cristóbal Vaca de Castro y por el primer virrey Blasco Núñez Vela, el cual murió en 1546, en lucha con los partidarios de la encomienda, quienes se hallaban dirigidos por Gonzalo Pizarro, que se consideraba heredero de su hermano Francisco. El presidente de la audiencia de Lima y tercer gobernador Pedro de La Gasca consiguió la pacificación del territorio peruano, atrayendo al bando oficial a la mayor parte de los insurrectos y apresando, en 1548, al hermano de Pizarro, en la batalla de Xaquixahuana.
3. Organización del virreinato
En 1550, fue nombrado virrey Antonio de Mendoza, que ya había ejercido el cargo en el virreinato de Nueva España. El virrey Francisco de Toledo, que gobernó entre 1569 y 1581, llevó a cabo la más importante labor de organización de la administración colonial en el virreinato peruano durante el siglo XVI, estableciendo las normas para la agrupación de los indios en reducciones y la distribución del trabajo indígena por medio de la mita. Mediante el empleo de ésta, el virrey Toledo proveyó de mano de obra a las minas de Potosí (productora de plata) y Huancavelica (de la que se extraía mercurio, necesario para la purificación argentífera), logrando así convertir al Perú en uno de los centros más importantes de producción de plata en el mundo entero. En el siglo XVIII, destacaron las figuras de los virreyes que introdujeron las medidas creadas por el reformismo llevado a cabo por la Casa de Borbón, especialmente Manuel de Amat y Junyent, que gobernó entre 1761 y 1776, Manuel de Guirior (1776-1780), Agustín de Jáuregui (1780-1784) y Teodoro de Croix (1784-1790), destinadas a revitalizar la administración colonial con actuaciones como la incorporación del sistema de intendencias. Con él se intentó profesionalizar el gobierno, sustituyendo las inoperantes figuras de los corregidores y los alcaldes mayores, dedicando especial interés a todo lo relacionado con la Hacienda.
La reorganización territorial llevada a cabo a lo largo del siglo XVIII disminuyó la importancia del virreinato peruano, que perdió una gran parte de su espacio y de su capacidad comercial. En 1717, se creó el virreinato de Nueva Granada, restaurado en 1739 tras un periodo de supresión. En 1776, la creación del virreinato del Río de la Plata supuso la pérdida de la explotación de las importantes minas de Potosí, que pasaron a integrarse dentro de la nueva demarcación, y del protagonismo comercial de Lima y su puerto del Callao, frente al adquirido por Buenos Aires.
José de la Serna e Hinojosa fue el último virrey y gobernó desde 1821 hasta 1824, asistiendo a la desintegración del Ejército realista, en la batalla de Ayacucho.

4. Aculturación y resistencia indígena
El proceso de transformación de la sociedad andina a partir del asentamiento de los españoles y el establecimiento del virreinato del Perú, se interpreta como una adaptación a las formas impuestas por el modelo colonial, como medio de supervivencia, sin abandonar los elementos fundamentales de la cultura indígena. Es la fórmula que la moderna historiografía peruana denomina ‘aculturación y resistencia’.
Entre las primeras noticias que recibió Pizarro sobre la existencia del Estado inca estaban las relacionadas con la muerte del emperador Huayna Cápac, y la lucha que por la sucesión mantenían sus hijos Atahualpa y Huáscar, apoyados cada uno de ellos por los diferentes grupos de poder que reflejaban el complejo sistema de relaciones de parentesco por el que se regía aquella sociedad. Los partidarios de Atahualpa habían conseguido apoderarse de la capital del Imperio, Cuzco, y apresar a Huáscar, muerto por orden de su hermano, antes de ser ejecutado él mismo por los españoles en julio de 1533. A partir de ese momento se sucedieron los nombramientos de nuevos incas por parte de los españoles, quienes intentaron con ello utilizar el prestigio de su autoridad ante los indígenas. Pero el primero, Túpac Hualpa, fue envenenado antes de entrar en Cuzco, y el segundo, Manco Inca (Manco Cápac II), acabó levantándose contra los españoles estableciendo en Vilcabamba un reducto de enfrentamiento permanente, hasta que fue asesinado en 1544 por los seguidores de Almagro.
La resistencia indígena se mantuvo viva tanto en la elite cuzqueña de Vilcabamba (hasta 1572) como en las numerosas acciones que se produjeron a lo largo de todo el periodo colonial, en las que está presente la idea mesiánica del inca, que cristalizó de forma especial en los levantamientos del siglo XVIII, protagonizados por Juan Santos (Atahualpa), en 1742, y, en 1780, por José Gabriel Condorcanqui (Túpac Amaru).
Al mismo tiempo, la incorporación de la nobleza inca a la colonia era utilizada como una fórmula de legitimación, que se expresó incluso con la publicación de grabados en los que aparecían los reyes de España como continuadores de la dinastía inca. Las reclamaciones para que se reconociesen los derechos nobiliarios de los curacas (destacadas figuras de la estructura social inca) fueron muy numerosas y entre ellas no faltaron las falsificaciones de quienes se fabricaban a la medida una ascendencia inca, que les aseguraba una posición de prestigio ante las autoridades coloniales. Cuando los nombramientos de autoridades indígenas coincidían con los esquemas andinos, la relación entre la comunidad y el curaca era fluida, ya que respondía a una idea muy precisa de la procedencia de las fuentes de poder. En el caso contrario, se producían numerosos problemas derivados de la presencia de una autoridad no aceptada por la tradición indígena.
En el terreno religioso, el sincretismo facilitó el mantenimiento de una actitud de aceptación del cristianismo junto a la pervivencia del culto a las divinidades andinas. La persecución de la idolatría, en la que destacaron jesuitas como el padre Pablo José de Arriaga, no impidió que otros miembros de esta misma orden favorecieran la identificación de la Virgen María con la Pachamama inca y la superposición de símbolos cristianos a las divinidades andinas.
5. Economía
La economía colonial se desarrolló a partir de los modelos occidentales, en los que el tributo y el salario determinaban la relación con el poder en este campo. Para ello utilizó en su provecho la estructura organizada por el Estado inca, aunque no incorporó los elementos clave de este modelo, basado en la redistribución y la reciprocidad que, sin embargo, se mantuvieron vigentes entre la población indígena. Los tributos fueron cobrados inicialmente a través de los encomenderos (época durante la cual predominó el cobro en especies), pero a partir de 1565 esta función recaudadora la realizaron los corregidores de indios, que en el siglo XVIII fueron sustituidos por los intendentes.
La economía colonial se organizó fundamentalmente en torno a la minería y sus centros de producción atrajeron la mayor parte de la actividad comercial. La producción de plata tuvo una especial importancia tras el descubrimiento del cerro Rico de las minas de Potosí en 1545, aunque en esas fechas ya funcionaban otros de importancia en Porco, Puno, Caylloma y Cerro de Pasco. Las rentas producidas por la minería alcanzaron sumas muy elevadas, a pesar de la existencia de una continua actividad ilegal que facilitaba la extracción fraudulenta del mineral y su comercialización al margen tanto de los registros oficiales como del pago del quinto real. La mayor parte de la mano de obra empleada en estos trabajos procedía de los turnos forzosos establecidos por el sistema de la mita, en los que participaban indígenas procedentes de diferentes regiones. En tiempos del virrey Francisco de Toledo, la mita de Potosí tenía asignadas las provincias de Porco, Chayanta, Paria, Carangas, Sicasica, Pacajes, Omasuyos, Paucarcolla, Chucuito, Cavana, Cavanilla, Quispicanchis, Azángaro, Asillo, Canas y Canchis. Algunos indígenas consiguieron librarse de participar en la mita mediante un pago realizado a sus responsables directos; por esta razón recibieron el nombre de ‘indios de faltriquera’. Los mitayos realizaron también trabajos en la agricultura, la ganadería, los obrajes y la construcción.
La agricultura de tipo europeo se desarrolló en principio en torno a los centros urbanos y, posteriormente, se fue ampliando a los valles, en los que se extendió el cultivo del algodón, la caña de azúcar, la vid, el olivo y algunos cereales como el trigo y la alfalfa.
La producción de coca tuvo una importancia capital, extendiéndose su cultivo a grandes áreas por su elevado consumo, especialmente en las zonas mineras, y los numerosos beneficios económicos que generaba. Algo similar sucedió con la producción textil, que se incluyó entre los tributos al tiempo que se comercializaba dentro y fuera del virreinato.
El curaca de Tacna Diego Caqui ha sido puesto como ejemplo de la incorporación al sistema de producción y comercio de tipo occidental introducido por los españoles. Fallecido en 1588, en esas fechas poseía 110 cepas de vid, una fábrica de vino y otra de odres, con mano de obra especializada y pagada con salario, ganado para el transporte terrestre y dos fragatas y un balandro para el comercio que llevaba hasta Chile y a Panamá.
El comercio se centró fundamentalmente en el abastecimiento de productos destinados al consumo de la sociedad colonial. Los conceptos mercantiles, inexistentes en la sociedad andina, fueron aplicados a productos de una larga tradición en el mundo indígena, como el cultivo de la coca, que se desarrolló en grandes extensiones destinadas al mercado y muy especialmente al consumo en las áreas mineras. El comercio interregional se realizó a través de las vías de comunicación interior que, en el caso de la puna, aprovechaba los caminos abiertos por los incas. Esta comunicación también ponía en contacto los centros urbanos del altiplano con áreas del norte de los actuales estados de Argentina y Chile, mientras que en los valles daba lugar a nuevos caminos que confluían en poblaciones que se convirtieron en centros de distribución hacia la sierra y el altiplano, como sucede con Juli. En otros casos, la búsqueda de una salida hacia el Atlántico hizo que ciudades como Salta, Córdoba o Tucumán (en la actual Argentina), se convirtieran en piezas clave del comercio interior y exterior.
Las vías oficiales del comercio marítimo estuvieron muy controladas por el monopolio de la monarquía española, que reglamentó de forma estricta la comunicación comercial entre los virreinatos en defensa de sus intereses. Sin embargo, la relación se mantuvo por medio del contrabando de productos locales y extranjeros, que abastecían con normalidad las necesidades de la sociedad colonial. Panamá, Guayaquil y Callao fueron los tres puertos más importantes del Pacífico relacionados con el virreinato del Perú. El producto más importante que se transportó a lo largo de esta ruta fue la plata procedente de Potosí, que llegaba a Lima tras un largo recorrido a través de Juli, Arequipa y los puertos de Islay o de Arica. En la capital virreinal era almacenada a la espera de la formación de la Flota del mar del Sur, creada para su protección y transporte, y trasladada hasta Panamá, desde donde iniciaba su camino a España integrándose en la Flota de las Indias.
Este repetido envío de grandes cantidades de plata por mar se convirtió desde el primer momento en objetivo de las acciones de piratas y corsarios, que atacaban a la flota durante su trayecto, y a la ciudad de Lima y al puerto del Callao, durante el periodo en que la plata estaba depositada en las Cajas Reales antes de emprender el viaje. La monarquía intentó proteger este trayecto, de vital importancia, con la fortificación de los puntos estratégicos de la navegación por el Pacífico sur y su entrada por el cabo de Hornos.
6. Arte y arquitectura
La arquitectura adquirió un importante desarrollo en todo el virreinato, marcada fundamentalmente por la actividad religiosa que dio origen a catedrales, parroquias y conventos urbanos y rurales, dispersos por toda su geografía. Durante el siglo XVI, en estas obras se suman elementos procedentes de la arquitectura mudéjar, gótica y renacentista, a los que posteriormente se añaden otros, tomados del vocabulario manierista y barroco. El rococó tuvo también su reflejo en una parte de la arquitectura limeña y el neoclasicismo alcanzó a introducirse en los últimos años del siglo XVIII, aunque su influencia estuvo mucho más limitada. El carácter telúrico del área andina, con la repetida actividad de los terremotos, fue un elemento condicionante de su arquitectura, que se mantuvo dentro de unos límites de altura y prefirió la repetición de techumbres planas y bóvedas, frente al uso de cúpulas. Los materiales constructivos más habituales fueron la madera, el ladrillo y la piedra, aunque en algunas ocasiones se utilizaron elementos propios de la arquitectura local, obligados por una necesaria adaptación al medio.
Las áreas más importantes de desarrollo arquitectónico se formaron en torno a Tunja, en Colombia; Quito, en Ecuador; y Lima y Cuzco, en Perú, aunque otras regiones, como el Collao, en el altiplano boliviano, tuvieron periodos de gran actividad constructora.
El virreinato andino presenta una diversidad pictórica basada en la existencia de unos centros culturales que crearon áreas de influencias propias y diferenciadas. Santafé de Bogotá, Quito, Lima, Cuzco y Potosí generaron una actividad específica, con nombres propios que sirvieron de punto de referencia a sus respectivas escuelas estilísticas. Durante la segunda mitad del siglo XVI, se desarrolló el proceso inicial del traslado de obras europeas —españolas, flamencas e italianas, fundamentalmente— y la instalación de los primeros pintores. Es importante la llegada del jesuita italiano Bernardo Bitti, al comienzo del último cuarto de ese siglo, enviado por sus superiores por sus conocimientos artísticos. Recorrió numerosas fundaciones jesuitas realizando obras de pintura y escultura, enseñando a otros hermanos su oficio y difundiendo una iconografía y un modo de interpretarla que marcó con fuerza las realizaciones posteriores. Bitti trasladó a Sudamérica el manierismo tardío y prolongó la influencia de este estilo hasta mediados del siglo XVII. En la iglesia limeña de San Pedro permanecen dos de sus obras: La coronación de la Virgen y La Virgen de la Candelaria. Enviado a Cuzco y más tarde a Puno, Bitti regresó posteriormente a Lima.
Tras Bitti, se instaló en Lima Mateo Pérez de Alesio, quien había trabajado en Europa. El último de los tres italianos de importancia que llegó al virreinato de Perú, Angelino Medoro, trabajó también en la Nueva Granada y en Quito. Lo primero que se conoce de él es una Virgen de la Antigua, a la que siguen otras obras, como la Anunciación, que firma y fecha en 1588, para la iglesia de Santa Clara de Tunja, o la Oración en el huerto y El descendimiento, que realizó para la capilla de los Mancipe de la Catedral. De su paso por Quito queda una Virgen con santos perteneciente al monasterio de la Concepción y un trabajo menor como es el escudo nobiliario, que llevó a cabo en la iglesia de Santo Domingo en 1592. De los artistas que se afiliaron a su estilo, Gregorio Gamarra y Lázaro Pardo Lago son dos de los más significativos y activos. La estela de Medoro en el ámbito cuzqueño fue seguida por Luis Riaño.
Hacia la mitad del siglo XVII, comenzó a introducirse en Cuzco una corriente más influida por el tenebrismo, a lo que contribuyó la presencia del jesuita flamenco Diego de la Puente y un cierto realismo tomado de los modelos flamencos y españoles, que llegaron con las obras enviadas desde los talleres de Francisco de Zurbarán y de Juan de Valdés Leal. Juan Espinosa de los Monteros fue uno de los representantes de esta tendencia. La vertiente hispana la representan Martín de Loaiza, autor de una Adoración de los pastores y una Visión de san Eustaquio, y Marcos Ribera, autor de pinturas ligadas a modelos españoles tales como El martirio de san Bartolomé, tomado de José de Ribera.
Una de las características más importantes de la pintura cuzqueña es la relacionada con la activa población de pintores indígenas, que desarrollaron su trabajo al mismo tiempo que el resto de los artistas. Desde temprano se reconoció la actividad de muchos de ellos, que firmaron sus obras y trabajaron individualmente o en colaboración con españoles o mestizos. Pero fue en el siglo XVII cuando, con la figura de Diego Quispe Tito al frente, su producción empezó a ser considerada desde una perspectiva diferenciadora, que ellos mismos se encargaron de resaltar al separarse del gremio que compartían con los demás pintores.
Quispe Tito nació en 1611 y realizó su formación a la vista de los ejemplos derivados del manierismo. Su Visión de la cruz, de 1631, está elaborada a partir de una interpretación propia de los grabados flamencos, que le sirvieron de constante repertorio de imágenes, como en las pinturas de la iglesia de San Sebastián y en la serie evangélica de la catedral de Cuzco. Otros pintores indígenas, de obra conocida, son Basilio de Santa Cruz y Juan Zapata. Santa Cruz prefirió inspirarse en las obras de los pintores españoles. Durante el siglo XVIII, los talleres indígenas cuzqueños se alejaron más de los principios de la pintura europea. Se habla incluso de la industrialización de esta pintura por la rapidez que se exigía en su realización.
En el otro extremo del virreinato, en Santafé de Bogotá, trabajó por los mismos años Gregorio Vázquez de Arce, el pintor más sobresaliente de este núcleo y uno de los que más se ha relacionado con la influencia de la obra de Bartolomé Esteban Murillo en tierras americanas. Es de los pocos pintores de quienes se ha conservado un interesante número de dibujos. Pintó temas religiosos y profanos, como la serie dedicada a Las estaciones.
También la ciudad de Quito tuvo, en la segunda mitad del siglo XVII y los comienzos del XVIII, el periodo de mayor calidad en la pintura. Sus representantes máximos son Miguel de Santiago y Nicolás Javier de Goribar.